Las figuras del espejo. Perry Anderson

Las figuras del espejo. Perry Anderson

Si las profundidades marinas albergan criaturas de terrorífico aspecto que han tenido que adaptarse a unas condiciones extremas, parecido fenómeno ocurre en las simas abisales del capitalismo rampante: grotescas situaciones y criaturas. Por ejemplo, un sindicato -UGT Madrid- presenta un expediente de regulación de empleo para despedir al 60% de la plantilla. Pero también suceden cosas positivas como el auto de la juez argentina María Servini de Cubría contra 4 torturadores españoles. Lo que el velo de la “modélica” Transición ocultó resurge como incómoda verdad para la “otra mitad de España”.

Y como de acontecimiento y hechos históricos va la cosa, vamos con un breve trabajo decromwell ret Perry Anderson, uno de los principales marxistas contemporáneos e historiador. Pensamos que es una propuesta muy interesante sobre qué caminos, qué trayectoria puede tomar el socialismo…

A. Olivé

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Las figuras del espejo

Perry Anderson

¿Qué evaluación hacer, de lo que fue el socialismo? La historia sugiere una serie de desenlaces ideales típicos, los cuales fijan más o menos el espectro de posibilidades. De un modo estilizado, pueden ser admitidos como paradigmas para diferentes versiones del futuro. La primera posibilidad es que la experiencia del socialismo en este siglo venga a ser simplemente considerada por los historiadores del futuro como algo parecido a la experiencia jesuita del Paraguay. Fue un episodio que fascinó a la Ilustración: Montesquieu o Voltaire, Robertson y Raynal, todos reflexionaron sobre su significado. Por más de un siglo, entre las décadas de 1610 y 1760, los padres jesuitas organizaron a las tribus guaraníes en comunidades igualitarias bajo la autoridad de la Compañía de Jesús en los territorios de la costa superior del Río de la Plata. En esos poblados, cada familia india tenía derecho a poseer un campo personal, cultivado privadamente, pero la mayor parte de la tierra era cultivada colectivamente como propiedad de Dios por el trabajo obligatorio de la comunidad entera, al son de los cánticos y la música religiosa. La producción era distribuida en beneficio de todos los que habían trabajado los campos, con una reserva para los enfermos, viejos y huérfanos. Tenían almacenes, oficinas, pequeñas fábricas y ciudades bien construidas. Pero no había dinero. Simplemente, un excedente comerciable de yerba mate era exportado a Buenos Aires, a fin de pagar las manufacturas que las reducciones jesuiticas no podían producir. Los jesuitas se dedicaban con gran celo a la educación de sus protegidos, adaptando ingeniosamente sus deberes doctrinarios a las creencias locales. Había reclutamiento, y la caballería guaraní prestó notables servicios a la monarquía española más allá de las fronteras del dominio jesuita. Pero ningún funcionario español tenía permiso para residir en él, ningún comerciante (con algunas excepciones específicas) podía visitarlo y no se enseñaba español a los indios, que recibían instrucción y eran alfabetizados en su propia lengua, bajo la autocracia de la Compañía.

En su completa inversión del tratamiento impuesto a las poblaciones nativas en todas las otras regiones de las Américas, en su cuidadoso aislamiento del virreinato circundante, en su relativa prosperidad (exagerada por la leyenda), el Estado jesuita del Paraguay acabó atrayendo el odio y la codicia de los latifundistas locales, la sospecha y los celos de la corte española. Finalmente, en un súbito decreto, Madrid ordenó la expulsión de la Compañía de Jesús del Paraguay. La operación, implacablemente conducida por el virrey, no encontró resistencia. Los padres obedecieron las instrucciones recibidas desde Roma. Los indios fueron desarmados con promesas de preservación de sus comunidades y de creación de una universidad de la que sentían la ausencia. Pero tan pronto como los jesuitas se fueron, sus tierras fueron rápidamente tomadas, sus poblados saqueados y destruidos, y sus poblaciones dispersas. Hoy, todo lo que resta de una experiencia que tenía ganada la ambivalente admiración de los filósofos es un puñado de ruinas de bellas iglesias y tal vez la supervivencia del idioma local. En Europa, los jesuitas ajustaron sus ambiciones y se tornaron finalmente una parte inofensiva del escenario general, con un nombre respetado y una causa absorbida por una civilización que avanzaba en otra dirección. En el siglo XIX, la singular experiencia jesuita del Paraguay fue ocasionalmente planteada por los socialistas románticos como Cunningham Graham, un amigo de William Morris, o condenada por conservadores racionalistas como Cournot. Para el consenso de las generaciones siguientes, cuando por ventura la recordaban, esa experiencia fue vista como un extravagante pasatiempo histórico, una construcción social artificial que contradecía todas las leyes conocidas de la naturaleza humana y estaba condenada a una rápida extinción. Del mismo modo, los historiadores futuros –y aún actuales- podrán ver retrospectivamente el ciclo de tentativas para construir el socialismo en el siglo XX como un conjunto de aberraciones exóticas en países atrasados, condenadas a desaparecer después de haber perturbado brevemente el curso de la historia, a medida que avanzaban hacia su inevitable conclusión, dejando apenas unos trazos inocuos de absorción en las regiones más avanzadas. En la década de los 70, François Furet ya hablaba del “cierre del paréntesis socialista“, cuando la civilización retomó su desarrollo a largo plazo rumbo al capitalismo liberal. Visto en esa perspectiva, el destino final del socialismo sería el olvido.

La revolución inglesa y los levellers

La segunda posibilidad es que el resultado del socialismo moderno sea más próximo al legado de la primera revolución contra la monarquía por derecho divino. En Inglaterra, en la década de 1640, la dinastía y el episcopado fueron derribados, surgió un ejército revolucionario, un Estado republicano fue fundado y se produjo un extraordinario fermento de las ideas radicales. La más notable de ellas, en tanto realización colectiva, fue la primera teoría de la democracia moderna que surgió de las filas de los levellers (niveladores). Sus exigencias políticas incluían el sufragio universal masculino, una Constitución escrita, cláusulas establecidas de forma inequívoca para proteger las libertades civiles, parlamentos anuales y elección popular no sólo de los diputados sino también de los oficiales de las fuerzas armadas y de los funcionarios públicos civiles. Era un programa tan adelantado en relación a su tiempo, que la mayoría de sus reivindicaciones aún no ha sido concretada todavía en Gran Bretaña, que continúa sin República, sin Constitución escrita, sin declaración de derechos, por no hablar de parlamentos anuales o de un cuerpo de oficiales electos. La visión de la democracia de los niveladores, fruto de la movilización popular durante la guerra civil y de la experiencia de representación de los soldados en el consejo general del Ejército, no sobrevivió, como movimiento efectivo, a la lucha militar contra la monarquía. Sin embargo, el momento nivelador de la guerra civil permanece como el espectáculo político más impresionante de su tiempo. No sorprende que sus ideales se hayan granjeado tan frecuentemente la admiración de los historiadores contemporáneos.

Pero, ¿cuál fue su verdadero legado histórico? La monarquía inglesa fue restaurada en 1660 y, transcurridos otros cincuenta años, estaba debidamente instalada en su lugar una estable oligarquía aristocrática que duró hasta la época de la Revolución Industrial. En ese desarrollo, la memoria del fomento radical de la república inglesa estaba completamente disipada. Ni la propia comunidad cromwelliana, ni los niveladores que habían luchado para democratizar el Estado revolucionario dejaron ningún vestigio duradero en la vida política británica. Los debates de Putney sólo fueron redescubiertos a fines del siglo XIX, y los programas niveladores fueron estudiados seriamente sólo en el presente siglo. Así como la revolución inglesa no dejó importantes instituciones, tampoco transmitió una herencia continua de ideas, perdurando como influencia activa en generaciones ulteriores. La razón de ello está no tanto en su derrota política sino el cambio intelectual que ocurrió después de que ella terminó. Pues la gran excitación revolucionaria de mediados de siglo aún estaba moldeada en términos esencialmente religiosos. La guerra civil desembocó en una revolución puritana, cuyos principales líderes y militantes estaban comprometidos en la creación de una Common-wealth of the Godly (Comunidad de los fieles), en un universo mental aún más saturado de mitos biblícos y doctrinas protestantes. Fue ese involucramiento teológico el que le puso fin abruptamente. La Providencia, señal de las bendiciones del Señor cuando los ejércitos de Cromwell salieron victoriosos, se convirtió en la prueba de la ira divina cuando la república se desmoronó, culminando en un característico colapso moral. Más profundamente aún, el cuño religioso de la revolución acabó pareciendo anacrónico, cuando la cultura elegante y las creencias populares se fueron secularizando progresivamente a lo largo del siglo siguiente.

El resultado fue un paréntesis de cerca de cuarenta años entre la revolución inglesa y su sucesora histórica en Francia. La Declaración de los Derechos del Hombre, los eslogans de la libertad, igualdad y fraternidad eran objetivamente secuelas de los Acuerdos Niveladores del Pueblo. Pero subjetivamente había poca o ninguna ligazón entre ellos, porque el lenguaje de la insurgencia política había cambiado completamente. Ahora, cualesquiera que fuesen las nuevas energías movilizadas, el vocabulario de la revolución era radicalmente secular, en verdad, en su mayor parte, intransigentemente anticlerical. Así, podría decirse que la democracia niveladora no sufrió el destino de la igualdad jesuita, una vez que, después de un transcurso de más de un siglo, su equivalente reapareció –mucho más fuerte, explosiva y duraderamente- en la forma de una transvaloración. En ese proceso, las ideas en acción de la “buena causa antigua” encontraron expresión en un idioma muy diferente, con otras connotaciones y justificaciones. Si algo semejante a eso se desarrollase al final del siglo XX, el socialismo desaparecería de hecho, pero podríamos esperar, en alguna fecha posterior, encontrar sus valores y objetivos característicos recodificados en alguna nueva y convincente visión del mundo, objetivamente emparentada pero subjetivamente desligada de su predecesora. Algunos podrían imaginar que cierto ecologismo se podría ajustar a ese rol, descartando lo que sería visto como las dimensiones religiosas del socialismo, la fe en el proletariado o el desdén hacia la naturaleza, pero rearticulando otros de sus principales temas: sobre todo, el deliberado control colectivo de las prácticas económicas y la igualdad de oportunidades de vida para toda la humanidad.

Una tercera posibilidad es que la trayectoria del socialismo acabara asemejándose a la del jacobinismo, desencadenada por la propia Revolución Francesa. A la inversa que los niveladores, los jacobinos -menos comprometidos con la libertad personal, más eficientes en la construcción del Estado consiguieron conquistar el poder, aunque no lo retuviesen por mucho tiempo. Su gobierno fue el coronamiento radical de un proceso revolucionario que duró una década y convulsionó el escenario europeo. Tal como la inglesa, antes que ella, la Revolución Francesa no creó un orden político duradero, culminando igualmente en una dictadura militar seguida de una restauración. Pero esta vez el antiguo orden tuvo que ser impuesto desde afuera, pues la propia revolución había ido mucho más lejos, poniendo en marcha una movilización popular más profunda, un desarrollo ideológico más amplio y consecuencias estratégicas más vastas para Europa en general. Siendo así, se tornará en un evento no tanto nacional como universal, cuya memoria no podría ser apagada. Dentro de la propia Francia, por el simple hecho de que la restauración había sido externa, el legado de la revolución no podía más que estar suprimido. Quince años después, París estaba cubierta de barricadas y el gobierno en fuga. La monarquía de julio duró algo más, antes de ser consumida en las llamas de 1848. En otras palabras, la Revolución Francesa fundó una tradición política acumulativa, inspirando sucesivas tentativas ulteriores de concretización de los principios de 1789 o 1794, no sólo en Francia, sino también en Europa y, en última instancia, más allá de ella.

De la Revolución Francesa al socialismo moderno

Por otro lado, esa tradición también tardó en sufrir una decisiva mutación. Pues de la matriz democrático-burguesa de la Revolución Francesa saldrían las concepciones distintas y básicamente antagónicas del socialismo moderno. En ese proceso no hubo ruptura de la continuidad temporal, del tipo de la que se verificó entre la época de los niveladores y la de los jacobinos. El nacimiento de las ideas socialista coincidió efectivamente con el surgimiento de las nociones seculares de soberanía popular e igualdad ante la ley, las cuales pasarían a ser los fundamentos normales de la democracia capitalista. Babeuf, el primer pensador de la tradición socialista propiamente dicha, fue uno de los protagonistas de la revolución. Saint-Simon, su primer teórico sistemático, fue voluntario en la guerra americana de la independencia y testigo de la revolución, desarrollando sus doctrinas en relación a ella bajo la restauración. Fourier publicó su primer esquema sobre los falansterios bajo Napoleón. El propio Marx estaba profundamente impregnado de la herencia de lo que denominó simplemente, con mucha frecuencia, la “gran revolución”, y modeló la revolución proletaria venidera mediante una proyección retrospectiva de aquélla. Así, cuando estalló la revolución de 1848, fue natural que la Segunda República asistiese a un breve frente único entre los antiguos jacobinos y los nuevos socialistas, Ledru-Rollin y Louis Blanc. Una coalición entre ambos aún se mantuvo en París en tiempos de la Comuna. Pero, como señaló Cournot, mirando con aprensión hacia las banderas rojas, la proximidad era ahora engañosa. El socialismo se presentó como el heredero de la revolución, el único programa capaz de dar realidad efectiva a la libertad, la igualdad y la fraternidad. Pero era también una genuina mutación. Se trataba de un movimiento de una especie diferente al jacobino, apuntando a la creación de una sociedad que nada tenía que ver con la República de la Virtud, de Robespierre, en la medida en que significaba una ruptura con su respeto por la propiedad privada, una crítica de su visión del pasado, un reordenamiento de la trinidad de 1789, y una apuesta por un nuevo agente social que sólo surgiría de la expansión de la industria moderna, después de que la Revolución Francesa llegase a su término.

Si el paradigma jocobino fuese pertinente, el socialismo también sufriría a su vez una mutación semejante, con el surgimiento coincidente de una nueva especie de movimiento para la transformación radical de la sociedad, reconociendo en algunos aspectos su deuda para con el socialismo, pero, en otros, criticándolo o repudiándolo con vehemencia. Esto, sin duda, se asemeja al papel que las feministas atribuyen frecuentemente a la lucha por la igualdad sexual. Los orígenes modernos de las campañas por la emancipación de las mujeres se remontan a los tiempos de la Segunda Internacional, cuando los propios textos centrales del movimiento obrero hablaban de la abolición de la desigualdad entre los sexos, así como entre las clases, y la obra de Bebel La Mujer en el pasado, el presente y el futuro era el libro más popular de la literatura de la socialdemocracia alemana -tal como el texto central del feminismo moderno, El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, sería escrito desde un declarado punto de vista socialista-.

Pero el sufragismo y sus sucesores siempre representaron, no obstante, una tradición histórica distinta, y como el socialismo vino a conceder un margen cada vez menor para la igualdad sexual en el siglo XX, la distancia entre las dos corrientes se amplió. Las formas contemporáneas de feminismo de la segunda ola han estado generalmente marcadas por la clara diferencia con las tradiciones sociales. Si los cambios sociales obtenidos son todavía modestos, las consecuencias estructurales de una real igualdad sexual para una economía y una sociedad capitalistas parecen ser imponderablemente vastas. Lo que resultará de ello nadie puede decirlo por ahora. Pero las feministas podrían muy bien argumentar que, en contraste con el incierto futuro del movimiento obrero, la causa de la emancipación de las mujeres puede estar razonablemente confiada en que tiene ante sí un victorioso camino por recorrer.

Liberalismo y socialismo

Existe otra posibilidad. Que el destino del socialismo esté, a fin de cuentas, comprobadamente más próximo al de su rival histórico, el liberalismo. Si los orígenes económicos del liberalismo moderno están en la economía política clásica, de acuerdo a las formulaciones de Smith y Ricardo, convirtiéndose en una doctrina política en la época de la restauración y recibiendo expresión clásica en Constant, las dos corrientes sólo se fundirán completamente a mediados del siglo XIX, en tiempos de Gladstone y de Cavour. Es entonces, como teoría general del libre comercio y del imperio de la ley, de una sociedad de mercado y un Estado restringido, cuando su influencia se hizo mucho más amplia que la de los partidos que ostentaban el nombre de liberales y se tornó en la concepción preponderante del progreso tanto en el viejo como en el nuevo mundo. Con el cambio de siglo, habiendo presidido el sustancial crecimiento económico y la paz internacional, el liberalismo parecía destinado a guiar a la civilización de la belle époque hacia un mundo de creciente prosperidad e irrestricta democracia.

Desde ese apogeo, la caída fue abrupta. Con la eclosión de la Primera Guerra Mundial, la civilización liberal se desmoronó súbitamente, rindiéndose al barbarismo industrial. Mientras millones de personas tomaban parte de la matanza interimperialista, bajo el liderazgo de sus más repetables políticos e ideólogos, su escala de valores parecía empujarles a cometer un suicidio moral. Al profundo descrédito que resultó de esa derrota, siguió el golpe devastador de la más profunda recesión en la historia del mundo, entre las dos guerras. Si la Gran Guerra parecía preanunciar la subversión del Estado constitucional, la depresión parecía demostrar la falencia del libre mercado. Pero lo peor estaba aún por suceder, cuando la herencia combinada de Versalles y del Viernes Negro colocó al nazismo en el poder dentro de la estructura de una democracia parlamentaria, mientras el mercado mundial se disolvía en bloques autárquicos. Al final del primer tercio del siglo, muchos observadores creyeron que el liberalismo podría desaparecer como fuerza histórica de importancia.

Pero los acontecimientos probaron otra cosa. En (y a través de) la Segunda Guerra Mundial, el liberalismo efectuó una extraordinaria recuperación. En la lucha contra el fascismo, la economía norteamericana recuperó su dinamismo y los estados anglosajones, su reputación. Con el retorno de la paz, la democracia liberal, basada en el sufragio universal, se vio por primera vez generalizada a todas las zonas capitalistas avanzadas, y consolidada con la asistencia económica y la supervisión política de los Estados Unidos. Al mismo tiempo, la economía capitalista mundial fue duramente reliberalizada y, cuando el libre comercio internacional revivió sobre la base de un patrón dólar/oro, un prolongado boom redundó en rápido crecimiento y firme prosperidad, sin precedentes en los países de la OCDE. Desde cualquier parámetro histórico, esto significó una formidable doble transformación. El liberalismo tiene ahora la expectativa de una tercera realización de un orden comparable: la gradual propagación de su modelo económico y político a todo el mundo menos desarrollado. Casi ningún país del Tercer Mundo comenzó su industrialización de acuerdo a una orientación de mercado libre o como un verdadero Estado constitucional. Pero así como la acumulación alcanzó cierto umbral, la democracia política y la desregulación económica comenzarán a mostrarse como una tendencia cierta también en ciertas regiones del Sur. Esa es, está claro, la historia contada por Fukuyama.

El socialismo, por su parte, surgió del escenario mundial justamente en el momento en que el liberalismo entraba en su crisis moderna. En un tiempo en que la mayoría de los pensadores liberales aún estaba sumergida en la euforia de Herbert Spencer, convencida de que la industria esparciría la paz entre los Estados, Luxemburgo y Lenin, Hilferding y Trotsky estaban previendo la eclosión de la guerra imperialista que pondría fin a los ajustes estabilizadores del fin-de-siécle.

También fue la tradición marxista la que previo la posibilidad de la Gran Depresión, y fueron los marxistas quienes primero vislumbraron todas las consecuencias del fascismo que emergió de ella. Al mismo tiempo, como el propio Marx -y en su estela, los marxistas rusos- también había pensado como posible, una revolución socialista estalló, de hecho, en Rusia, y culminó en la creación de un Estado comunista del que los observadores europeos pensaron durante mucho tiempo iría a ser la segunda mayor potencia mundial del siglo XX. Ese Estado fue, a su vez, la principal fuerza en la derrota del fascismo europeo en la Segunda Guerra Mundial, una derrota que sentó las bases para la recuperación histórica del liberalismo en Occidente, al mismo tiempo que una segunda gran revolución estallaba en Asia.

Posibilidades de redención 

Ningún movimiento político realiza exactamente aquello que se propone llevar a cabo, y ninguna teoría social prevé jamás lo que irá a ocurrir precisamente. No existe la menor dificultad en enumerar todas las afirmaciones y previsiones equivocadas de Marx, Luxemburgo o Lenin. Pero ningún otro cuerpo de teoría en ese período -el primer tercio del siglo- estuvo abierto a los dobles sucesos, de previsión y de realización, como la tradición socialista. Por otro lado, probaron en la práctica ser tan vulnerables al tiempo -y a sus propios crímenes- como los éxitos del liberalismo antes que ellos. Ya antes de la derrota del nazismo, el régimen de Stalin lanzó una guerra contra el propio campesinado ruso y desencadenó las purgas, en dos ondas de terror masivo, que sólo podrían ser comparadas en términos de sacrificio de vidas con la Primera Guerra Mundial, y hasta es posible que la excedan. Si el equilibrio político-moral con el liberalismo fue de este modo perdido, el equilibrio económico tampoco logró en el Este una ventaja sobre Occidente. La tumultuosa industrialización soviética de los años 30, que aseguró la victoria contra Hitler, se desarrolló con un telón de fondo de depresión y estancamiento en Occidente. Pero, luego de 1950, el capitalismo ingresó en el más dinámico boom de la historia, y cuando la recesión volvió a repetirse, veinte años más tarde, su tasa de crecimiento mostró estar muy por encima de la del bloque soviético, sumergido ahora en un agudo estancamiento económico y parálisis social, bajo un dominio burocrático no reconstruido. La rama socialdemócrata de la tradición socialista, por otra parte, que no había desafiado la matanza homicida de la Primera Guerra Mundial, y que poco remedio pudo ofrecer frente a la depresión, floreció en el interior del capitalismo europeooccidental después de la Segunda Guerra Mundial, siendo pionera de los sistemas de bienestar que lo tornarían significativamente más humano que sus equivalentes americano y japonés. Pero con las condiciones económicas alteradas de los años 80, también ella entrará en crisis, y los partidos socialdemocrátas irán perdiendo sistemáticamente su poder o abandonando los compromisos con sus metas tradicionales. En el final de la década, el comunismo estaba por todas partes en crisis o en colapso, y la socialdemocracia a la deriva. El potencial histórico del socialismo en general, aún admitiendo el menor desafío (pero también el menor peso) de la socialdemocracia, aparece a los ojos de muchos como completamente agotado, a semejanza del liberalismo de cincuenta años atrás.

Si el paradigma liberal fuese pertinente, sin embargo, una redención ulterior del socialismo como movimiento no podría ser excluida. El liberalismo se recuperó, a pesar de todas las previsiones sombrías, adoptando elementos diluidos del programa de su antagonista: monitoreo por el Estado de los equilibrios macroeconómicos, garantía de paz social a través de los programas de bienestar y ampliación de la democracia a todos los adultos. El comunismo intentó modernizarse de modo semejante, introduciendo elementos de autoridad ante la ley de mercados competitivos. El resultado fue un completo fracaso, por lo menos en el bloque soviético. Ahí, el capitalismo se encuentra ahora política e intelectualmente triunfante. Por otro lado, una privatización total de la propiedad en gran escala -o sea, una completa reproducción económica del capitalismo y de su concomitante estructura social- aún se halla razonablemente distante. Su concretización exigía una proeza de ingeniería social a largo plazo, sin precedentes en la tradición liberal, en condiciones extremadamente duras. Los recursos necesarios para financiarla exceden a las propias potencias capitalistas que controlan el proceso. Pues el malestar estructural subyacente del capitalismo avanzó, revelado en la década del 70, no ha sido superado. Las tasas de beneficio aún no superan la mitad de las que se registraron en el largo boom de posguerra, y fueron mantenidas en ese nivel solamente a costa de una firme expansión del crédito, aplazando el día de la rendición de cuentas. El advenimiento de cualquier crisis severa en los países del OCDE cambiaría todos los cálculos políticos, en Occidente y en el Este, de forma imprevisible. El estrechamiento de los vínculos en el orden capitalista mundial está destinado, de cualquier modo, no sólo a reforzar las tremendas presiones a la pobreza y la explotación del Sur, sino a repercutir por primera vez en el propio Norte. Todas estas tensiones podrían crear una nueva agenda internacional para la reconstrucción social. Si fuese capaz de responder efectivamente a esas tensiones y conflictos, sería menos probable que el socialismo fuese sucedido por algún otro movimiento y que fuese redimido como legítimo programa para un mundo más igual y más habitable.

Las analogías históricas nunca son más que sugestivas. Pero hay ocasiones en que ellas pueden ser más fecundas que las previsiones. Sería sorprendente que el destino del socialismo reprodujese con toda fidelidad cualquiera de esos paradigmas. Pero el conjunto de posibles futuros que hoy se abren frente a él se sitúa dentro de una gama como ésta. Olvido, transvalorización, mutación, redención; cada uno, de acuerdo con su intuición, hará su propia conjetura sobre cuál de las alternativas es más probable: jesuita, niveladora, jacobina, liberal; esas son las figuras del espejo.

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