LOS CULPABLES. PAMPLONA 1936 : Galo Vierge

LOS CULPABLES. PAMPLONA 1936

 

Yo estudié la EGB en los Escolapios de Pamplona, y solo ahora, treinta años después me entero, gracias al estremecedor libro Los culpables de Galo Vierge, que mi colegio fue durante el golpe de estado de 1936 cuartel general y centro de detención de los requetés, quienes junto con las milicias falangistas asesinaron por cunetas y paredones de toda Navarra (donde, durante la guerra civil, no llegó a haber frente de guerra) a 3000 personas desarmadas, cuyo único delito fue pertenecer a partidos y sindicatos anarquistas, socialistas o nacionalistas. El mismo patio contra el que más de una vez, durante los recreos, estampé mi nariz en los partidos a cara de perro de una clase contra otra, se tiñó de otra sangre cuarenta años atrás, cuando los detenidos se arrojaban desde los ventanales de nuestras aulas, incapaces de soportar la idea de que les aguardaba una muerte segura, sin juicio, sin motivo, por dios, por España y por la puta cara. Las clases en las que los curas nos enseñaban a ser como Dios mandaba, fueron hacía no tanto tiempo calabozos siniestros en los que se torturaba salvajemente en el nombre de un hombre clavado en una cruz, es decir, también torturado.

Galo Vierge, obrero metalúrgico afiliado a la CNT, detenido tras el alzamiento militar y superviviente al mismo, escribió Los culpables en 1942, (jugándose para ello el pellejo; solo lo pudo publicar muchos años después, por primera vez en una edición semiclandestina de autor de 1988 y después -sus herederos- en la edición de Pamiela de 2006 que yo he leído). El libro es uno de los pocos testimonios directos de la represión fascista en la capital navarra, un grito aislado capaz de atravesar el manto de silencio que durante décadas cubrió una ciudad en la que no pasaba, no había pasado nada, en la que muchos de nosotros crecimos ignorando que un glacis de la Vuelta del Castillo, donde jugábamos al escondite después de clase de religión, pasaron por la piedra a cientos de hombres inocentes. A un vendedor de periódicos lo fusilaron por vender prensa socialista en el propio patio de la prisión. Era deficiente mental y probablemente no sabía leer, ni mucho menos distinguir los periódicos revolucionarios del Diario de Navarra.

Galo Vierge lo cuenta en Los culpables, anota los nombres de las víctimas y de los verdugos, habla (con el corazón ensangrentado en la mano, pero sin rencor) de los detenidos a los que dejaban en libertad para volver a detenerlos por la noche y darles el paseillo; de los fusilados reclamados meses después a sus viudas o padres en leva para la cruzada fascista; de los asesinos que cuneteaban a presos y volvían después a Pamplona para postrarse de rodillas ante lSanta María la Real, en procesión por el centro de la ciudad; de la caza humana -ni heridos ni supervivientes, era la consigna- tras la espectacular fuga (la mayor en la historia penal de España), del fuerte de San Cristobal, en la que fueron abatidos como perros por la laderas del monte Ezkaba cientos de prisioneros.

Nadie nos habló nunca a nosotros de eso. Mi propio abuelo militó en el bando nacional, nunca he sabido si reclutado a la fuerza o alistado voluntario, nunca le oí contar nada, nunca sabré si estuvo entre los que -como también cuenta Galo Vierge- cerraban los ojos y disparaban al cielo en el pelotón de fusilamiento, o la turba fanática que gritaba en la plaza del Castillo ¡a matar más rojos que Dios!

Aquí nunca pasó nada, el marchamo mojigato, cazurro, clasista y derechón de la ciudad venía impreso en su ADN, era la marca de fábrica de una capital de provincia tranquila y apacible, chiquita y apañada, en la que los trapos sucios se lavaban en casa.

Y sin embargo, Los culpables es un libro que debería ser aireado, de lectura obligatoria en todos los colegios de Pamplona, incluidos los Escolapios. Sobre todo ahora que -hace solo unos días- la alcaldesa de la ciudad, Yolanda Barcina (UPN), cuestionó una sentencia del Tribunal Administrativo de Navarra que obligaba a cambiar los nombres de 20 calles del barrio pamplonés de la Txantrea, en los que figuraban nombres de militares o políticos franquistas. El portavoz de la Plataforma que impulsa la iniciativa para renombrar esas calles se llama, por cierto, Gorka Vierge, y es nieto de Galo Vierge, autor de Los Culpables.

Patxi Irurzun, abril de 2008.

 

Los culpables, Galo Vierge. Editorial Pamiela (2006)

http://ajustedecuentos.blogspot.it/2009/08/los-culpables-pamplona-1936.html

AQUÍ el que falta es que ha desaparecido”, escuchó el hermano de José Z Las memorias de Galo Vierge

apatero, cuando fue a explicar, a la Comandancia Militar de Pamplona, que a su hermano, al que reclamaban insistentemente, para su alistamiento a filas, lo habían fusilado el 23 de agosto de 1936, en las Bardenas. “¡Salga por esa puerta antes de que me arrepienta y lo mande a prisión! En la España de Franco no se fusila a nadie…”.

Galo Vierge (Pamplona 1906-1997) es autor de un libro estremecedor, Los culpables. Pamplona 1936. Lo escribió en 1942. Oculto durante décadas, vio la luz en 1988, en una edición muy limitada de autor. Es “uno de los pocos testimonios directos de lo ocurrido durante la Guerra Civil en Pamplona” (Ed. Pamiela). Galo, el mayor de ocho hermanos de una familia con muchas penurias, estuvo asilado, dos años, en la casa de La Misericordia. Esa fue toda su formación. Hijo de un carpintero asalariado, el joven Galo ejerció de recadero y de peón; intentó ser torero para levantar a la familia. Se especializó como obrero metalúrgico. Era un autodidacta con inquietudes intelectuales, y socialmente comprometido, afiliado a la CNT. A Galo lo detuvieron los requetés el 31 de julio del 36, cuando regresaba del tajo. Lo llevaron a su domicilio. Tras registrarlo todo, sacaron sus libros a la calle y los prendieron fuego. También la Biblia que tenía sobre la mesilla de su dormitorio, junto a un libro de Tolstoi. “¡Será la protestante!”, dijeron.

El día del Alzamiento, en la plaza del Castillo, abarrotada de falangistas y requetés, Galo escuchó: “¡Esta tarde a Madrid, a matar más gente que Dios!”. En Navarra, “todos los días aparecían muertos en las cunetas… por requetés que exhibían en sus pechos el detente bala con el Sagrado Corazón de Jesús”. Familias enteras desmochadas, como los cuatro hermanos Goicoechea. O los Eguía, otros cuatro: el 26 de marzo del 37, en la procesión de Semana Santa, el paso de la Dolorosa se paró, en un imponente silencio, frente al número 73 de la calle de San Antón. Unos gritos desgarradores emergieron desde el balcón: “¡Virgen Santísima…! Tú lloras porque te han matado a tu hijo. ¡Cuatro hijos! ¡Cuatro hijos me han matado a mí!”. Su dolorido esposo, “la retiró a la fuerza del balcón… y la Dolorosa, escoltada por la Guardia Civil, fue izada a toda prisa”.

A Galo se lo llevaron hacia el fuerte de San Cristóbal. En aquel pinar, al fondo de la carretera, “los falangistas y los requetés ya habían fusilado a innumerables presos políticos” al día siguiente de proclamarse el Alzamiento. Del fuerte bajaba un automóvil y se paró junto al coche donde llevaban a Galo. Salió un capitán cuya cara “reflejaba un aspecto noble”, y preguntó a los requetés a dónde llevaban al detenido. “Al fuerte”, respondieron. “¿Ya le han pasado por la comisaría?”. “No, señor”. “¿Qué eso de llevar a los detenidos al fuerte sin pasar por esa obligación? ¡Venga, a comisaría ahora mismo!”.

Galo permaneció tres meses y medio en prisión. Pudo salvar su vida, gracias a que “estaba recomendado” por una popular comadrona de Pamplona (vecina y amiga de sus abuelos) cuya hija estaba casada con el hermano de un jefe de requetés. Días antes de salir (Galo estaba casado por lo civil, tenía dos hijas) el capellán de la cárcel le advirtió de los riesgos que corría si no arreglaba tan anómala situación: ¿A qué obedece esa manifestación antirreligiosa y perjura que va contra la ley de Dios?”. A los pocos días, se oficiaban en la cárcel dos matrimonios eclesiásticos, el de Galo y el de su compañero Lorenzo Yoldi, de veinte años. Días después, el 16 de noviembre de 1936, Galo salió de prisión. A Yoldi lo fusilaron ese día.

“Un ex preso político se sentía más seguro alistándose al frente, al Requeté o la Falange, que permaneciendo en retaguardia”

“Tras dejar cincuenta y dos víctimas en la gran fosa, regresaron a tiempo para incorporarse a la procesi

Ser liberado no era una panacea. Un ex preso político “se sentía más seguro alistándose al frente -al Requeté o a la Falange- que permaneciendo en la retaguardia”. Al poco de salir de la cárcel, a Galo lo visitaron los falangistas: “Tiene que acompañarnos a comisaría, donde le van a tomar declaración”. Intuyendo que era una trampa, él reiteraba que no se montaba en aquel auto. Uno, lo encañonó. “¡Dispare si quiere, pero mire lo que tengo entre mis brazos!”, le dijo, mostrándole a su bebé. Se marcharon, amenazándole que volverían si no se presentaba.

Galo tuvo que recurrir al salvoconducto prometido. “Si te ocurre algún problema, acude a mí y trataré de resolverlo”, le había dicho el jefe requeté que intermedió en su liberación. Galo fue a verlo a los escolapios, sede del cuartel general requeté. Estaba en misa, y tuvo que esperar. Al verlo salir, acompañado de otro jefe requeté, Galo se estremeció al escuchar de éste último (tras preguntarles a unos jóvenes requetés que si ya habían cogido a fulanito): “¡A ese hay que traerlo esta noche vivo o muerto!”.

Cuenta Galo que, años después, una mujer, gravemente enferma, le rogó que fuera a su casa. “Me suplicaba, sollozante, que la perdonase por aquella falsa delación”, en la que también “estaba implicado un cura” (da el nombre) “propietario de todas las viviendas y huertos que rodeaban la plazuela del camino a Esquíroz”. Galo la perdonó, y entabló con ella una cierta amistad.

En 1941, Galo Vierge fue enviado a Madrid por su empresa, Huarte y Cia, a labores de desescombro en la bombardeada ciudad universitaria. Un día coincidió con un paisano, doctor oftalmólogo, que visitaba aquellas ruinas donde había combatido como oficial requeté. Se hicieron amigos. El oftalmólogo recordó pasajes estremecedores: como aquella escaramuza en la que apresaron a una patrulla de los guardias de asalto, defensores de la República. Lo más horrible, le dijo, fue cuando el jefe mandó fusilarlos. “Sentí en mi corazón una verdadera compasión hacia aquellos hombres que no habían cometido ningún delito, sólo cumplían su deber… Fueron enterrados debajo de la escalera de piedra, las baldosas hacían de lápidas”.

El oftalmólogo, escribe Galo, lamentaba los centenares de “crímenes de guerra” cometidos en Navarra. Una cosa, le decía, era enfrentarse con el enemigo en el campo de batalla, “defendiendo un ideal más o menos justo, y cuyo lema era Dios, Patria y Rey”, y otra cosa era lo que sucedía en la retaguardia: “donde quedaban agazapados los asesinos y cobardes, que a costa del sacrificio de los demás trataban de conquistar un codiciado puesto…”. En Navarra fueron ajusticiadas más de 3.000 personas.

Uno de los pasajes más escalofriantes de Los culpables es el acaecido el 23 de agosto del 36. A la misma hora que toda Pamplona había salido a celebrar una fastuosa procesión de desagravio a la Virgen del Rosario, Santa María la Real (“el obispo, D. Marcelino Olaechea, hizo una carta pastoral, invitando al acto a todos los navarros”), salían de la prisión dos autocares con presos cuyo destino era una gran fosa, abierta el día anterior en las Bardenas. Éstos creían que iban a ser liberados, tal vez canjeados. La Junta de Guerra, denuncia Galo, “con hombres que se tenían por muy católicos”, sabía lo que ocurría a aquella hora. También el obispo, que había mandado a aquel paraje solitario a varios de sus curas, para asistir espiritualmente a los fusilados. “Uno de los sacerdotes era Antonio Añoveros, más tarde obispo de Bilbao”. Muchos años después, Monseñor Añoveros provocará la mayor crisis entre la Iglesia y el franquismo, cuando éste sometió al obispo a arresto domiciliario y Arias Navarro intentó expulsarlo del país.

Al bajar de los autocares, cuando “los presos fueron obligados a pasar, en fila, delante de los “ministros del Señor”, cundió el pánico”. Aturdidos, algunos reos se confesaban. Otros se desmayaron al oír las primeras descargas. Unos pocos huyeron, pero fueron cazados: excepto Honorino Arteta que, herido, emprendió una huida épica, hacia Francia. Los requetés y los falangistas -tras dejar “cincuenta y dos víctimas” en la gran fosa, entre ellos Constantino Preciado Trevijano, torero, amigo de Galo-, regresaron a tiempo para incorporarse al final de la procesión. De nuevo, el Sr. Obispo repitió: “No es una guerra lo que estamos haciendo. ¡Es una cruzada! Y la Iglesia, mientras pide a Dios la paz y el ahorro de sangre de todos sus hijos, de los que la aman, y de los que la ultrajan y quieren su ruina, no puede menos que poner cuanto tiene a favor de los cruzados”.

http://www.deia.com/2010/05/09/opinion/tribuna-abierta/las-memorias-de-galo-vierge

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